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Griselda IbaƱa

 

La virtud cívica como salvaguarda de la libertad:una conceptualización sobre el sujeto y sobre la política*

El presente ensayo se propone dilucidar el lugar de la virtud en las teorías éticas y políticas contemporáneas a la vez que proponer algunas ideas en torno a la virtud cívica.
Para ello, el primer apartado intenta ubicar la cuestión de la virtud en el debate ético contemporáneo, es decir, aborda la disputa entre las éticas deontológicas y las teleológicas. Luego de una relectura de la noción aristotélica de virtud se pregunta por las características específicas que debiera revestir la virtud cívica. Pero para ello son necesarios dos pasos previos: una noción de sujeto y una explicación de lo que es la política.
Consecuentemente, el segundo apartado expone dos propuestas contemporáneas que contienen una determinada noción de subjetividad. Ellas son el liberalismo y el comunitarismo.
El apartado tres resume algunas ideas en torno a la conceptualización de la política entendida como consenso y revisa las que se inclinan a considerarlo como acuerdo ético y las que lo comprenden como convenio estratégico.
El último apartado procura retomar parte de las consideraciones vertidas a fin de sustentar la idea de que la virtud, entendida como una disposición del sujeto para el diálogo, y específicamente en el discurso público –virtud cívica– permite entender por qué los individuos cooperan razonablemente y se mantiene la cohesión social. Se pretende defender esta conjetura sustentando, primero, una reformulación de la noción de subjetividad que entiende al sujeto como autónomo y solidario; y, segundo, comprendiendo la política como una práctica dialógica que procura acuerdos sobre la justicia pero que requiere un compromiso no meramente formal de los ciudadanos para sustentarse.
 
1. La cuestión de la virtud en la Filosofía Práctica: Ética y Política
Es innegable que el hombre se caracteriza por la actividad de su “espíritu”. Analíticamente se pueden distinguir sus atributos y caracterizarlos como razón, voluntad, etc., los que a su vez habilitan diversas funciones como el conocer o el querer. Un aspecto que parece definirlo de manera inequívoca es su dimensión moral. Esto le permite evaluar su conducta como “buena” o “mala”, es decir, valorar sus acciones con un canon moral. Ligada a esta dimensión moral aparece la dimensión social: el hombre es un ser que necesita de los otros no sólo en términos materiales sino también culturales y, especialmente, éticos. Y como toda sociedad necesita de un mecanismo para gestionar y articular los intereses de sus miembros y del colectivo en su conjunto, es que se hace insoslayable la esfera de la política.
La reflexión filosófica ha ensayado interpretaciones varias sobre estas cuestiones abriendo ramas que luego se juntan para proveer comprensiones coherentes e integradas. Por eso los desarrollos de la Ética y de la Filosofía Política marchan en consonancia. El debate ético contemporáneo remite a dos concepciones rivales: las éticas teleológicas y las éticas deontológicas[i]. La oposición central estriba en que las primeras ponen en acento en un teoría sobre el bien sustancial (anclándola en conceptos como fin, praxis, comunidad, vida buena) que debe ser descubierto en la racionalidad de la naturaleza misma, en tanto que las segundas se preocupan más por los procedimientos correctos (a partir de operativizar el concepto de la razón práctica) y por las normas y deberes universalmente válidos que de ellos se derivan. Como bien expresa Cortina (1995: 85) “la diferencia entre ellos [teleologismo y deontologismo] parece hoy radicar en el distinto modo de articular los dos conceptos centrales de la moralidad –lo bueno y lo correcto–, ya que para los ‘teleologistas’ es menester empezar determinando en qué consiste el bien de los seres sentientes, para pasar después a considerar lo correcto como una maximización del bien, mientras que el deontologismo se ocupa de caracterizar lo correcto y deja el bien en un segundo término: marquemos las reglas justas o correctas del juego, que ya se percatarán los hombres al vivirlas de que eso es bueno para ellos (Rawls) o, por decirlo con la ética discursiva, ya llevarán al diálogo los afectados por ellas lo que les parezca bueno”[ii].
Si bien hay conceptos que se ligan especialmente a una u otra posición, hay otros que tienen una pertenencia ambigua, tal es el caso de la virtud. La consideración de la virtud como el hábito de realizar lo bueno es una herencia aristotélica. Para el gran filósofo griego vivir bien, ser feliz era paralelo a obrar bien y ciertas cualidades lo posibilitaban: la prudencia, el coraje, la justicia, etc.. Bajo esta óptica, pareciera que la virtud sólo puede ligarse a una ética consecuencialista: funcionaría conformando un catálogo que definiría qué cualidades y qué comportamientos humanos son moralmente deseables para el logro del bien. Pero si en lugar de atribuirles un contenido específico a esas virtudes se las entiende como actitudes disposicionales de los sujetos, se habilita la posibilidad de des–sustancializarlas y articularlas con las éticas procedimentales. Ésta es la propuesta de Thiebaut (1994: 429): “las virtudes, que se comprendieron en el pensamiento clásico como las disposiciones subjetivas requeridas por comportamientos que operaban como imágenes sociales de lo moralmente relevante y loable, podrán comprenderse, desde esta perspectiva contemporánea, como aquellas disposiciones básicas que se les suponen, por una parte, y se les requieren, por otra a los sujetos morales –cuyo punto de vista ético es, en actitudes de primera persona, autónomo y reflexivo– en el discurso práctico” (cursiva en el original)[iii].
Es obvio que la dimensión del diálogo es central para la convivencia humana, y si se entiende el espacio público como una esfera donde los individuos participan sus intereses particulares y colectivos, se pone de manifiesto la relevancia del discurso práctico como discurso argumental para defender posturas propias y conocer posiciones ajenas. Y esta comprensión de la práctica humana enfatiza la necesidad de que, para que la ética no sea mera retórica subjetiva (en beneficio individual), ese discurso práctico se plasme en concreciones políticas (por ejemplo en el derecho). En consecuencia, queda claro que, a partir del reconocimiento intersubjetivo de aquellos que participan de la cosa pública como ciudadanos y de las virtudes que le son requeridas, se construyen dialógicamente los contenidos acerca de lo político.
Cabría enfatizar, siguiendo Thiebaut (1994: 438–450), que entender a la virtud como una disposición del sujeto que éste adquiere activamente y que muestra un carácter adverbial (un modo de hacer bien las cosas) supone reconocer su conexión con la sensibilidad humana, su signo reflexivo y su dimensión de proceso de aprendizaje. Estas tres notas, ya presentes en la analítica de Aristóteles, señalan el carácter activo de una racionalidad práctica que el sujeto debe actualizar en cada circunstancia que requiera una disposición virtuosa. Es decir, la constitución de la sensibilidad moral capaz de percibir la relevancia de determinados factores de la situación moral no sólo tiene una faceta pasiva sino que, fundamentalmente, puede ser conformada de determinada manera. La pregunta acerca de cuál es esa manera se responde desde la idea de “término medio” el cual, para ser definido, requiere una reflexividad que sitúe al sujeto en una justa distancia ante sí mismo y ante los demás. Se hace explícito el carácter socializado y socializador de la virtud (y su conexión con la praxis política) cuando, además, se apunta al último rasgo, el aprendizaje: el término medio se selecciona de acuerdo a un criterio correcto y éste depende de un criterio de ejemplaridad según la prudencia, según el hombre prudente. No obstante, Thiebaut enfatiza que la virtud, aún con esta faz social, es una disposición personal en cada sujeto; esto es relevante a fin de evitar los riesgos de la imposición de un sistema de finalidades dado de modo de resguardar la autonomía.
Ahora bien, pareciera que Aristóteles resolvía sin mayores inconvenientes la relación moral individuo–sociedad. Pero en las sociedades contemporáneas, altamente diferenciadas y profundamente complejas, ¿cómo mediar entre la autonomía del sujeto y la heteronomía propia de la convivencia social?. La filosofía política, ha tendido a alinearse en uno u otro lado: o se vive en un sistema individualista o se masifica a los hombres en un colectivo. Por supuesto que ha habido notables intentos de mediación pero, en general, concluyen adhiriendo a una u otra postura. Un intento de mediación puede ensayarse desde el concepto de virtud. Si se plantea la cuestión en términos de ¿qué criterio de virtud puede pretenderse para el ámbito público? puede conjeturarse como respuesta que se requiere una virtud cívica, es decir una cierta disposición personal y grupal que, consecuentemente, se construye racional y razonablemente siguiendo un procedimiento dialógico. De esta manera, se salvaguardaría la esfera de autonomía del sujeto a la vez que se explicaría cómo es posible la cohesión social y cuáles son los requerimientos para esa convivencia. Para sustentar esta presunción, es necesario una cierta tesis sobre la subjetividad y una conceptualización de la política. A continuación, se repasarán algunas teorías contemporáneas al respecto para luego esbozar la ideas que apoyen la tesis de la virtud cívica.

2. La subjetividad en la Filosofía Política contemporánea: liberalismo vs. comunitarismo
La disputa entre liberales y comunitaristas[iv] es heredera del debate entre Kant y Hegel: “en buena medida, el comunitarismo retoma las críticas que hacía Hegel a Kant: mientras Kant aludía a la existencia de ciertas obligaciones universales que debían prevalecer sobre aquellas más contingentes derivadas de nuestra pertenencia a una comunidad particular, Hegel invertía aquella formulación para otorgar prioridad a nuestros lazos comunitarios. Así, en lugar de valorar –junto a Kant– el ideal de un sujeto ‘autónomo’, Hegel sostenía que la plena realización del ser humano derivaba de la más completa integración de los individuos en su comunidad” (Gargarella; 1999: 125).
En efecto, un primer rasgo que diferencia la conceptualización que de la subjetividad tienen ambas posturas, y en la línea de lo que Taylor (1997: 239) llama cuestiones ontológicas, es la idea de autonomía. Para los liberales el individuo es un sujeto autónomo, independiente y separable de otros sujetos, que es capaz de definir sus propios fines voluntariamente y con anterioridad a la conformación social de su identidad. Estos rasgos conllevan la consideración del hombre como un sujeto abstracto y desvinculado y configuran lo que se llama un modelo atomista. Autores como Rawls agregan otros aspectos como que el sujeto es racional y autointeresado, lo que le permite tener y de comprender diversas concepciones de lo bueno (Gargarella; 1999: 30–40; Hernández–Pacheco; 1997: 101–110). En cambio el comunitarismo entiende al sujeto como un “yo situado” heterónomamente constituido por una comunidad que le es anterior y que le permite realizar sus objetivos primarios: el autoconocimiento y la configuración de la identidad[v]. Obviamente esto remite a una punto de vista holista y a una tesis social (Taylor; 1997: 239).
Más explícitamente es una oposición entre autonomía y autenticidad. Cabe precisar que el concepto de autonomía refleja el ideal kantiano de lograr la autoimposición de normas de corrección. Supone entrelazar la autodeterminación, la responsabilidad y la libertad, ampliando la esfera de libre elección del sujeto particular respecto a lo que considera debe ser la buena vida. La noción de autenticidad presta mayor atención a la lealtad dada a la realización de la elección particular, individual o colectiva, que uno realiza al configurar su vida moral. Al respecto es central la noción de autorrealización (Guariglia; 2002: 45–46).
Asociados a esta diferencia existen otras no menos importantes entre ambas corrientes. El énfasis puesto en la autonomía lleva a los liberales a preferir las éticas deontológicas en las que lo correcto prima sobre lo bueno y las concepciones éticas son construidas por sujetos morales independientes. Paralelamente, se privilegian sistemas sociales donde prima la idea de individuo autogobernado y la defensa de los derechos individuales, especialmente en su faceta negativa. En consecuencia, se aboga por un Estado neutral frente a diversas concepciones de bien que proteja la libertad –negativa– de los individuos. Este esquema ha sido caracterizado como un modelo adversarial en el que resulta central el procedimiento, la forma en que los individuos de la sociedad deben actuar para arbitrar las demandas en competencia. Por su parte, los comunitaristas abogan por éticas teleológicas que se centran en una idea de bien y lo priorizan frente a “lo justo”. Obviamente esto supone una comunidad moral que representa el ethos concreto que posibilita la autodeterminación moral intersubjetiva: los valores se descubren porque existe una moral concreta a partir de aquella noción de bien. La protección de esta comunidad estará en manos de un Estado activo, promotor de esa determinada concepción de vida buena. La libertad se entiende a partir de formar parte de esa comunidad y consiste en mantener una común adhesión al conjunto de instituciones que protegen esa libertad, ya que el reconocimiento de la identidad personal no puede soslayarse de la narración común, de la historia de ese colectivo que, además, dispone el disfrute de una serie de derechos colectivos.
Una última consideración que resulta particularmente importante para la discusión política es la controversia en torno a la justicia. La aspiración a la universalidad lleva a los liberales a optar por sistemas donde la justicia pueda ser definida en función de concepciones abstractas y ahistóricas. De este modo, la justicia suele anclarse en procedimientos que, observando ciertos principios inalienables de los sujetos (como la dignidad igual de todas las personas), aseguren la corrección de las resoluciones adoptadas. Inversamente, el comunitarismo tiene una visión particularista de la justicia; inclusive algunos niegan que sea una virtud de primer orden. Por ejemplo Sandel sostiene que la justicia es una virtud “remedial” que sólo aparece luego de hecho el daño (para compensarlo o repararlo). Si se fomentaran otras virtudes, como la solidaridad, y se tuviera una concepción compartida acerca del bien común, la apelación a la justicia sería inútil o, a lo sumo, secundaria. Otro autor de las filas comunitaristas, Walzer, opina que justicia y comunidad son compatibles pero sólo si se integran: “cada comunidad evalúa sus bienes sociales de manera diferente, y la justicia aparece en la medida en que esas evaluaciones tienen relevancia, y son las que dominan las distribuciones de derechos y de recursos que la sociedad en cuestión lleva a cabo” (Gargarella; 1999: 135). Walzer no sólo está proponiendo una idea de igualdad compleja (no todos los bienes se valoran de igual forma ya que pertenecen a esferas diferentes y en justicia las comparaciones deben hacerse al interior de cada esfera), sino que deja al descubierto el particularismo histórico y cultural de toda definición de justicia.
 
3. La política en las teorías actuales: consenso ético vs. consenso estratégico
 La comprensión tomista del zoon politikon aristotélico como animal sociale (Habermas; 1990: 54), permite comprender que la política es una dimensión humana importante y necesaria pero modesta. Intentar comprender la política junto a sus mecanismos como una lógica unívoca y aplicable a todas las esferas de la vida humana constituye lo que Cortina (1993: 15) llama “imperialismo político”. Esto ha sido comprendido por buena parte de las teorías políticas contemporáneas que entienden la política como búsqueda del consenso[vi], sea éste ético o estratégico. Entre las primeras cabe anotar el modelo de la política deliberativa, cuyo exponente más destacado es Habermas. En la segunda línea se inscribe el pragmatismo defendido, entre otros, por Rorty.
Habermas ha comprendido la política como un proceso discursivo que intenta la formación consensual de la voluntad política de una sociedad[vii]. Los discursos “son actos organizados o representaciones en los que fundamentamos exteriorizaciones cognitivas” (Habermas; 1990: 29), actos que sirven para dar razones fundadas de las preferencias personales acerca de, por ejemplo, las normas que se estiman indispensables para el logro de la vida social. Sólo mediante un diálogo que supone el reconocimiento intersubjetivo de todos y cada uno como interlocutores válidos es posible arribar a consensos que delineen las normas de la convivencia social. Para que esto se concrete se exige una cuota importante de participación ciudadana y una disposición a cooperar, junto a la consolidación de ciertos canales que permitan la expresión de la opinión pública, es decir, se requieren un espacio público culturalmente movilizado y mecanismos que institucionalicen la deliberación, como los medios de comunicación o los parlamentos. Así “el concepto de una política deliberativa sólo cobra una referencia empírica cuando tenemos en cuenta la pluralidad de formas de comunicación en las que se configura una voluntad común, a saber: no sólo por medio de la autocomprensión ética, sino también mediante acuerdos de intereses y compromisos, mediante la elección racional de medios en relación a un fin, las fundamentaciones morales y la comprobación de lo coherente jurídicamente” (Habermas; 1999: 239; cursiva en el original).
Por último, cabe enfatizar que la formación de la voluntad política no depende exclusivamente de los espacios constitucionalmente institucionalizados, como los parlamentos, sino que nace de las redes asociativas, con intereses agregativos específicos, propias de la sociedad civil. Esto refuerza la idea de que espacio público y espacio privado, aún cuando parcialmente vinculados, deben mantenerse funcionalmente separados[viii].
Para Rorty, la política también se vincula al discurso y al consenso, sólo que éste adquiere un carácter estratégico derivado de una racionalidad práctica que tiene como horizonte la utilidad y no reglas morales universales y categóricas (Rorty, 1997: 81). En efecto, las políticas públicas (como de hecho todas las acciones humanas) no se vinculan a definiciones metafísicas sino que son las “respuestas más adecuadas” que los hombres producen según los contextos[ix]. Si bien Rorty acepta que no puede existir un yo desvinculado (y en esto concuerda con los comunitaristas) su estricta separación entre el espacio público y el privado pone de manifiesto la necesidad de sustentar el ámbito de la política práctica en consensos que dejen de lado creencias referidas a concepciones más generales de la vida (como las confesiones religiosas) (Rorty, 1996: 239). Como corolario, el espacio público es entendido bajo el modelo del mercado (como esfera de transacción económica) donde los sujetos pactan para asegurarse la supervivencia considerando pertinente privatizar todas las cuestiones que no resultan útiles para maximizar las ventajas de ese espacio.
En términos generales pareciera que el pragmatismo se propone como una “doctrina procesal completa” en tanto tiene un procedimiento (el consenso en torno a la aceptación de las premisas que redundan en un mayor ajuste a nuestras necesidades) y unos principios independientes y claros de lo que es socialmente útil: uno es el principio de caridad (que aconseja conjeturar que debe entenderse a los hombres como sujetos inteligentes que comparten la sensación de dolor) y el otro el de la tolerancia (como virtud ética y política básica frente a contextos de pluralismo). Nótese que la formación de la voluntad política no es más que un acuerdo devenido del intercambio, procedimentalmente regulado, de opiniones y preferencias privadas cuya perspectiva no es un compromiso colectivo o la fundamentación moral de las normas, sino la adecuación táctica al espacio compartido.

4. La disposición necesaria para la cooperación razonable: una analítica de la virtud como Virtud Cívica
Queda claro que la virtud es una disposición supuesta y requerida a los individuos que aspiran a participar del diálogo. En los discursos que practican los interlocutores se pondrán a consideración las normas y los principios que las fundamentan atendiendo a los efectos que esas decisiones tendrán sobre todos los afectados[x]. Entender la virtud como la disposición al diálogo conlleva a estimar como indispensables y valiosos los requisitos de simetría y reflexividad. El primero implica reconocer a todos los sujetos participantes una igual capacidad para exponer sus puntos de vista, sin perder el horizonte de la universalidad; el segundo exige a los dialogadores dar razones, hacer comprensibles esos puntos de vista (Thiebaut; 1994: 451–457).
Esta caracterización no es menos importante a la hora de preguntar acerca de las condiciones que son necesarias para el diálogo y la cooperación social: aquí aparece la esfera de la política. Si se entiende al hombre como un sujeto social vinculado a una comunidad que le es importante pero que no configura su horizonte de autoridad moral, y a la política como la práctica del consenso no exclusivamente ascético ni meramente estratégico, puede conjeturarse que un análisis de la virtud entendida como virtud cívica, es decir como disposición favorable al autogobierno, será la más acertada para explicar por qué los individuos cooperan razonablemente y se mantiene la cohesión de la sociedad.
Como base de esta inferencia hay una analítica de la subjetividad que le supone al sujeto ciertos rasgos que lo configuran. En especial cabe resaltar dos: autonomía y solidaridad. La autonomía remite al viejo ideal kantiano de distinguir al individuo como autolegislador, es decir, entender que la voluntad humana es capaz de querer sus propias leyes y que en eso consiste la buena voluntad, que puede determinar su propio obrar, siempre considerando a los otros sujetos como fines en sí mismos. Esta autonomía tiene dos caras: la autonomía interior, que se refiere especialmente a esa facultad del hombre de autoimponerse normas morales, y la autonomía exterior que lo vincula, a través de la política y del derecho, a los otros sujetos sociales. Como ideal regulativo de esa autonomía está la libertad, libertad indispensable para la persecución de cualquier plan de vida (Cortina; 1995: 279–285). Prestando especial atención a esta segunda dimensión de la autonomía se pone de manifiesto claramente la necesidad del diálogo para hacer de esa autolegislación individual un discurso intersubjetivamente validado.
El otro rasgo es el de la solidaridad. La actitud solidaria remite a la cooperación pero no exclusivamente a ella. Como bien señala Cortina (1995: 286) la cooperación puede tener fines estratégicos tan individualistas como el cálculo personal de utilidades. Entonces, pensar en la solidaridad supone reconocerle al individuo la capacidad de empatía y preocupación por el bienestar del otro y del colectivo en general lo que implica recuperar el ideal de la fraternidad. Aquí también se exterioriza esa tensión, que puede resolverse razonablemente[xi], entre las preferencias personales y los imperativos objetivos.
Consecuentemente, conformar al individuo desde la autonomía y la solidaridad conlleva exigirle la disposición, es decir una actitud virtuosa, a la justicia y la ecuanimidad (consideración de simetría en la autonomía) y la prudencia y la apertura para considerar diversos puntos de vista (reflexividad para pensar en contextos y situaciones particulares).
En la consideración de la virtud cívica también hay una particular conceptualización de la política que remite a las propuestas republicanas. La idea es que la política es un práctica social que busca el consenso dialógico pero no persiguiendo un arreglo estratégico, sino propendiendo al autogobierno como única salvaguarda para maximizar la libertad individual. En consecuencia, la práctica política debe estar más vinculada a la cooperación y la discusión pública que a la negociación entre grupos de interés (Gargarella; 1999: 173). De hecho, abogar por una activa participación ciudadana tiene como fin la defensa de las libertades positivas y negativas, individuales y colectivas: se supone que así se evita la amenaza de dominación que supone la ambición de los poderosos y la determinación de los fines por una voluntad ajena (Gargarella; 1999: 167). Para que esa participación se concrete y permanezca en el tiempo se precisa una disposición de los individuos a la cooperación y un profundo respeto por la autonomía personal y por la independencia del cuerpo político. Siguiendo a Skinner (1996: 108) puede afirmarse que esa libertad se logra si al deseo de la realización personal lo inspira y precede el ideal del bien común.
Ahora bien, para hacer efectivo, real y concreto este acuerdo a partir del discurso son necesarias ciertas precondiciones políticas y económicas que promuevan las disposiciones, las virtudes cívicas. Cabe enfatizar que estas virtudes impulsan la defensa del colectivo no porque este funcione como instancia moral regulativa sino porque así se preservan la igualdad en la esfera pública y la libertad para la satisfacción del plan de vida elegido. Estas precondiciones incluyen a las instituciones políticas ya sea en forma de medidas para asegurar la independencia de las personas (por ejemplo, mediante las herramientas de control de los representantes), como con la consolidación de organizaciones que alienten institucionalmente la discusión en torno al bien común (por ejemplo, el sistema educativo). Pero también, y muy acertadamente, se exige cierta organización económica: si lo que se pretende es reforzar la simetría de los participantes en el discurso público, es lógico que se denosten las desigualdades económicas que bloquean el ideal de autogobierno ya que los más aventajados ejercerán su dominio sobre los peor situados, violando el respeto por la autonomía (Gargarella; 2002: 265–270). Obviamente, esto supone un cierto modelo de Estado activista, lo que necesariamente implica la imposición heterónoma de algunas obligaciones y deberes.
En consecuencia, este tipo de consenso estaría de acuerdo con Habermas acerca de la necesidad de la cooperación para arribar a arreglos acerca de lo debido, pero fundamentalmente apela al compromiso que se requiere de los ciudadanos para con la cosa pública, lo que deviene en una necesaria teoría sobre la virtud. En síntesis, por la virtud cívica, en términos de las disposiciones funcionales al autogobierno (como la cooperación, la solidaridad y la tolerancia, el compromiso con la suerte de los demás, el respeto de la igualdad en tanto simétricamente autónomos, de la libertad como base para forjar el plan de vida que se desee, y de la justicia en términos de igualdad de participación en la cosa pública) puede explicarse cómo se mantiene cohesionada la sociedad ya que, en última instancia, la identidad personal al menos en términos de ciudadano, se vincula necesariamente a la autonomía del colectivo.
 
Conclusión
Este trabajo pretendió rescatar algunas propuestas acerca de la virtud presentes en las filosofías éticas y en las teorías políticas contemporáneas. En especial, se intentó demostrar que la idea de virtud, que tradicionalmente ha estado asociada a las éticas de bienes, puede ser recomprendida desde las éticas dialógicas. También, interesó exponer que entendiendo la virtud como una actitud disposicional se habilita la posibilidad de incorporarla en el ámbito de la discusión política sin otorgarle un contenido específico pero tampoco considerándola como mero instrumento mediador de un procedimiento de acuerdo. En consecuencia, pareciera que en esta esfera, la de lo político, resulta fructífero circunscribir esa disposición a la noción de virtud cívica, lo que permite señalar claramente cuáles son las aptitudes que se exigen en la discusión del espacio público, pero sin definir actitudes para el ámbito privado.
Por último, cabe señalar que la historia política contemporánea ha demostrado que el único régimen político deseable es la democracia. La concreción de la democracia como mecanismo de gobierno parece no requerir más que de una constitución que reglamente el Estado de derecho. Pero la consideración de la democracia como un ideal ético, aun cuando siga siendo un medio y no un fin en sí misma, implica reparar en el hombre como un sujeto autónomo capaz de comprometerse solidariamente con la suerte de los demás. Sólo así, las necesarias imposiciones legales y coercitivas del Estado podrán aceptarse como salvaguardas de la libertad.
 
Bibliografía
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Gargarella, R. (1999) Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve manual de Filosofía política, Paidós, Barcelona. Especialmente capítulo 1: “La teoría de la justicia de John Rawls”, capítulo 5: “El embate comunitarista”, y capítulo 6: “El republicanismo”.
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Thiebaut, C. (1994) “Virtud”, en 10 Palabras clave en ética, Cortina, A. (dir.), Verbo divino, Madrid.


 * El presente trabajo fue presentado como trabajo final del Postítulo en Formación Ética y ciudadana, dictado por la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Católica de Córdoba durante el año 2003.


Notas 
[i] Cabe aclarar que esto es una simplificación, ya que debiera distinguirse dentro de las éticas teleológicas entre éticas de móviles y éticas de fines, y dentro de las deontológicas entre las formales y las axiológicas. Ver Cortina (1995: 46–55).
[ii] En un sentido similar puede considerarse el enfrentamiento entre posiciones éticas universalistas y particularistas que parte de la pregunta ¿es posible fundamentar una ética en principios formales y generalizables o es necesario anclarla en valores o bienes diferenciados según pertenencia comunitaria?. Ver Guariglia (2002: 42–56).
[iii] Conviene señalar que no todos los partidarios de las éticas dialógicas acuerdan con esta posición. Tal es el caso de Cortina quien, si bien reconoce como un acierto la incorporación parcial de la dimensión teleológica en las éticas procedimentales como las de Rawls o Habermas (1995: 96), considera que ligar felicidad con virtud no es procedente en vistas de la elección de las normas que han de regir una sociedad, por lo que recomienda un ética de mínimos que escaparía del problema de la definición sustancial de bienes (1996: 286).
[iv] Es preciso señalar que ambas corrientes distan mucho de ser homogéneas. En efecto tanto entre los liberales como entre los comunitaristas se reconocen posiciones más conservadoras (entre los últimos incluso algunas premodernas) y otras de vanguardia (como la línea del liberalismo igualitario).
[v] Particularmente resulta vital entender que la identidad subjetiva se constituye dialógicamente y es en ese proceso en que adquieren significado ciertos bienes. Esto es lo que le permite a Taylor diferenciar entre bienes inmediatamente comunes, bienes mediatamente comunes y bienes convergentes (Taylor, 1997: 250–251). Las dos primeras categorías remiten a bienes sustantivos que principalmente se adquieren, pero fundamentalmente se valoran, sólo en el espacio público que es habilitado por la esfera del “nosotros”. En cambio, llamar bienes a los convergentes no tiene que ver con la naturaleza misma del bien sino con el procedimiento a través del cual un grupo se los proporciona y los disfruta. En consecuencia queda claro como los dos primeros son imprescindibles para la identidad mientras que los segundos parecieran sólo destinados a brindar un determinado aspecto del bienestar.
[vi] No obstante, no todas las teorías políticas contemporáneas se alinean en esta postura. Autores como Castoriadis, Rancière y, más recientemente, Laclau entienden que hay política en momentos de ruptura.
[vii] El modelo discursivo también es aplicable para alcanzar otros acuerdos, por ejemplo en el campo de la ética para establecer los fundamentos de las normas morales.
[viii] Una posibilidad interesante que abren este tipo de concepciones dialógicas es la de contribuir a la comprensión del pluralismo cultural intra e inter sociedades. Al respecto dice Cortina (1998: 214) “el diálogo se convierte, pues, en una exigencia para cualquiera que desee averiguar qué normas, regulaciones e instituciones son justas. Pero ese diálogo, que en principio afecta a personas concretas, exige a la vez la comprensión de los diferentes bagajes culturales de los interlocutores, en la medida en que constituyen signos de su identidad. Es imposible dilucidar qué intereses son universalizables –y no sólo grupales– sin tratar de entender los factores por los cuales los interlocutores se identifican. Por eso el diálogo intercultural es, no una moda, sino una exigencia ‘a priori’ de la razón impura”.
[ix] Por consiguiente, ninguna esquema político o cultural sería, a priori, superior a otro: es una cuestión de ajustes. Sin embargo, hay un aire etnocéntrico en la presunción rortyana “... lo que pasa por racional o por fanático es relativo al grupo ante el que creemos necesario justificarnos” (Rorty, 1996: 241) y por el éxito que ha tenido la política norteamericana debiera ser claro que es deseable aceptar los valores liberales como reguladores de las prácticas sociales.
[x] Cortina (1995: 84) señala que el éxito del deontologismo contemporáneo estriba en haber incorporado a su formulación el consecuencialismo propio de las éticas teleológicas.
[xi] Se supone que todas las acciones de una persona consciente y autointeresada son racionales, es decir, se adaptan los medios a los objetivos que se persiguen. Reforzar la idea de razonabilidad tiene como objetivo demostrar que en la acción personal no sólo, ni principalmente, hay cálculos de beneficios personales sino que el sujeto, en tanto sujeto moral, es capaz de comprender y valorar otras perspectivas.
 

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