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Jean-Yves Calvez, S.J.

 
El marco internacional

El mundo ha empezado a cambiar el 11 de setiembre de 2001. En un primer momento, el acontecimiento de aquella fecha pareció unir a la comunidad internacional. “Somos todos americanos”, declaró el director del diario Le Monde, de Francia, en los días siguientes. En un segundo momento, sin embargo, el hecho ha sido más bien factor de división profunda. En buena parte porque EE.UU. ha querido emprender la guerra al terrorismo en sus condiciones, completamente en sus condiciones, a pesar de que la OTAN hubiese respondido en los días que siguieron al 11 de setiembre con la decisión de cooperación, haciendo explícita referencia al artículo 5 de su estatuto -que nunca había sido empleado en toda la historia de aquella alianza- considerando el ataque a EE.UU. como un ataque a todos los miembros de dicha organización.

A pesar de esto, EE.UU. inmediatamente prefirió recurrir al concepto de coalición, no al de alianza. Porque la coalición, siendo ocasional, es menos rígida que la alianza, dando más libertad al líder. En esto se reconoció el unilateralismo (en inglés, goitenoun) anteriormente constatado en las actitudes de EE.UU., aunque nunca a este punto: la idea de actuar por sí mismo y, si con otros, de acuerdo a sus propias condiciones.

Es a propósito de la cuestión de Irak que tomó verdaderamente cuerpo este unilateralismo. Ya en setiembre de 2002 apareció la idea de que si el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no arribaba a la conclusión de intervenir para desarmar a Irak, los EE.UU. emprenderían esta acción en soledad. En ese momento no se hacía referencia a una amenaza inmediata, que habría justificado -según la ley misma de las Naciones Unidas- una autodefensa; se trataba, sencillamente, de una acción para desarmar a Irak. Y si el hecho de que los EE.UU. anunciaran que no dudarían en actuar solos fue un grave golpe para las Naciones Unidas (la gran organización multilateral de toda la humanidad), en la actualidad podemos decir que no se ha sanado la herida. Cuando se lanzó el coche bomba contra de la sede de las Naciones Unidas en Bagdad (con la consecuencia de la muerte del representante mismo de la organización, Vieira de Mello), los responsables han dicho haberlo hecho porque la intervención, aun solamente humanitaria, de la ONU en Irak les parecía una justificación a posteriori de la acción de los EE.UU.

Esto demuestra lo difícil que es ahora la situación de esta organización, incapaz de hacerse reconocer en la posición independiente que le debería ser propia. En cierto sentido, la ONU ya no puede jugar ningún verdadero papel en el caso de Irak: algo humanitario, posiblemente; o dinero para algunos miembros que se agregarían a la coalición como tal. Por todo esto no se ha curado la herida.

Por otro lado, las Naciones Unidas han sido acusadas (aunque tal vez injustamente) de haber demostrado debilidad e indecisión. En una parte de la opinión norteamericana, esta organización mundial ya no vale más que la Liga de las Naciones creada por el entonces presidente W. Wilson, despreciada después por EE.UU. por haber sido incapaz de frenar a Mussolini y a otros dictadores.

La reacción de algunos en el sentido de defender el derecho de la ONU, e incluso a aferrase a ella frente a EE.UU., es una tentación esperando días mejores, esperando particularmente una vuelta de dirigentes norteamericanos a cierto multilateralismo, más allá de los dirigentes actuales. Tengo la impresión de que hay bastante irrealismo, idealismo también (aunque en el buen sentido de defensa del derecho internacional) en esta actitud. Recuerdo que Clinton, en los últimos meses de su presidencia, tuvo ocasión de pronunciarse sobre la defensa antimisiles y sobre qué hacer si los rusos no aceptaban la aprobación del Tratado de interdicción de defensa antimisiles, afirmando que, si no aceptaban, EE.UU. no dudaría en ignorar el Tratado, lo que se asocia mucho con la administración de Bush y sus consejeros. Pareciera que hay algo tradicional en esto, por lo que no es cuestión de una administración particular, sino de mucho más.

En los últimos años ha aparecido el hecho de una situación verdaderamente asimétrica a favor de EE.UU.: su presupuesto militar, cuya cifra supera en mucho a la de cualquier país e iguala a la de varios países tomados en conjunto. Básicamente, esta asimetría no se ha producido en un día ni en los últimos 10 años, sino que se ha preparado desde lejos. Sin embargo, había podido quedar escondida en razón de la guerra fría con la Unión Soviética, dotada de potencia similar a la de EE.UU.; pero con la desaparición de la U.R.S.S. y con el progreso acelerado de EE.UU. en los ‘90, década de gran prosperidad, se manifestó decididamente la superioridad asimétrica a la que hago referencia.

A veces, esto ha provocado reacciones nerviosas, como hablar de hiperpotencia, de imperio en sentido negativo, como si los norteamericanos fuesen culpables de esta potencia, que es más bien el resultado de una situación de comunidad política continental, muy favorecida por el continentalismo entre los dos grandes océanos y resultado también de una constante inmigración -muchas veces de gran calidad-, de una población relativamente joven, de una cultura dinámica individualista, pero también solidaria, y de un sistema político que combina en forma notable un grado de autonomía de los distintos estados y una fuerte centralización del conjunto. En total, creo que es más una comunidad centralizada con algo de descentralización que una comunidad confederal.

Hoy es como el centro de un imperio mundial, o, digamos, centro del mundo, en el sentido de que aun sin querer expansión territorial -y eso siempre ha sido política de EE.UU.-, es capaz de interesarse en cualquier suceso mundial y de intervenir en él si advierte que es importante para su situación de centro. Decir mundial posiblemente sea demasiado, pues no veo fácilmente a EE.UU. interviniendo en el suroeste de China, pero sí en algo que tocara directa o indirectamente a Taiwán, y, consecuentemente, hay poco que excluir en las posibilidades de intervención: quién hubiera pensado en Afganistán, este lugar tan encerrado en el centro de Asia, y se ha hecho tranquilamente.

Es ésta la situación real y, en Europa, muchos especialistas hacen hoy comparaciones con el imperio romano y estudian en las bibliotecas los grandes libros del siglo XIX sobre el mismo. Hay diferencias, es claro, pero merece la pena reflexionar usando un término de comparación de este tipo. Interesante es, en todo caso, que se haga, pero no voy a seguir en esta dirección.

Lo que voy a hacer es, en términos muy genéricos, proponer que, en la situación en la que estamos, es necesario buscar -¬sobre todo para los países de cultura bastante afín con la de EE.UU., como Europa y, supongo también, Latinoamérica- una cierta integración. Creo que es la actitud más razonable, porque si se habla de un imperio, dentro de éste estamos, no fuera de él; el problema es articular las relaciones dentro de este conjunto total. Empecé a tener esta impresión fuertemente, sobre todo desde el 11 de setiembre de 2002, cuando comenzó la gran tratativa alrededor de Irak y sus armas. Creo que en el estudio futuro y presente de la diplomacia durante el período setiembre 2002-marzo 2003 quedará algo de ejemplar y fundamental; han pasado cosas psicológicamente en el debate de aquellos meses que no habían ocurrido durante los 10 años anteriores.

En aquel momento vi que las cosas importantes se desarrollaban en Washington más que en Nueva York. Me parecía bueno para el mundo, o por lo menos la parte del mundo que está más cercana, más afín a EE.UU., la búsqueda, la creación de algo como lo que fue la comunidad británica de ayer, no lo que queda hoy, que es muy formal, sino lo que existió hace poco más de un siglo; o tal vez como algo que posiblemente ignoran totalmente: una unión francesa que existió entre 1946 y 1950; no duró en razón de la descolonización, pero es interesante mirar las instituciones de una estructura de este tipo, una estructura que ciertamente no ponía en tela de juicio la primacía del centro, la República Francesa de entonces, pero que comportaba un concejo permanente con representantes de todos los países miembros alrededor del presidente del país central y una asamblea igualmente constituida por representantes de todos los países. Con un tal concejo, principalmente, podemos estar en forma constante y cotidiana al lado de la potencia central, mucho más que lo que estamos hoy con embajadores; incluso hasta una conferencia de embajadores podría ser un paso, recuerdo el funcionamiento de conferencias de embajadores de Bruselas, hace años.

La OTAN puede servir también en materia de defensa y seguridad, y no hay que aceptar fácilmente, como se ha aceptado en Europa y el mundo, su disminución. Es cierto que, cuando terminó la guerra fría, la OTAN dio la impresión de ser perfectamente inútil, y yo lo pensé en aquel momento, cuando estaba en contacto con Rusia y veía el disgusto que podía ser para los rusos el que esta organización se alargara hasta la frontera de su país, Lituania o los países bálticos; y no viendo ninguna razón de actuación de esa alianza, en la práctica estaba a favor de una disolución. No la disolvieron, alargaron en algo su competencia y no ha funcionado mucho en los últimos años, es verdad, tal vez un poco en Kosovo, pero creo que es un tipo de institución que podría servir, que no hay que aceptar fácilmente su disminución, hay que buscar hacerla más ágil y más eficaz al lado de la potencia central.

La mala fama de la OTAN en este momento es, en cierto sentido, responsabilidad de EE.UU., que ha preferido la coalición a la alianza. También es responsabilidad de ciertos países europeos, incluyo el mío: hubo una declaración de Chirac, hace unos meses, queriendo volver a instituir una defensa europea totalmente independiente, sin relación con EE.UU.; los ingleses dijeron, inmediatamente: “cuidado, no tiene tanto sentido, estamos tan ligados a EE.UU., que suponer que nuestra seguridad es un problema completamente distinto de la seguridad de EE.UU. es impensable”. Chirac no lo dijo dos veces, es un hombre de decir muchas barbaridades, pero generalmente una sola vez; y escucha también.

Mi sugerencia de un tipo de relación más eficaz, contempla que habrá que definir muchísimas cosas que hacen a una asamblea tal, y no pretendo que sea fácil, pero pensar de esta manera es pensar en otra línea que en el sencillo enfrentamiento. Yo he hablado en particular de Europa, de Latinoamérica, pero hay un país que no se sabe dónde queda en todo esto, que es Rusia, y hay, evidentemente, que contar con el resto del mundo también, es decir China, Japón, India y la misma Rusia.

Es necesario revalorar las Naciones Unidas y su Concejo de Seguridad, tal vez no abandonando la noción de miembros permanentes pero sí subrayando en algún modo, para no ser idealistas, el papel central de EE.UU. Se dice que la Organización de las Naciones Unidas es una organización igualitaria: es igualitaria en cierto sentido, puesto que hay miembros permanentes que son más miembros que todos los demás, y además, entre ellos, hay una igualdad teórica que se corresponde muy mal con la realidad, como se ha visto en los debates este año. Hay que acordarse que las Naciones Unidas nacieron en un tiempo determinado, fines de la Segunda Guerra Mundial, y creo que la idea de reforma que ha estado presente muchas veces estos últimos años, quizá en esta nueva situación va a parecer verdaderamente más necesaria, y puede darse que haya más consensos para llegar a ella.

Hasta el derecho internacional es histórico y puede requerir cierta renovación; viene del tiempo de la paz de Westfalia, después de las guerras de religión; viene del tiempo, también, de la conferencia de Viena, después de las aventuras napoleónicas 1815; y ha sido de nuevo utilizado -se puede decir- por Naciones Unidas. El mundo en aquellos momentos requería paz, paz casi a cualquier precio; consecuentemente se unieron los pueblos para pedir que no se intervenga, nadie intervenga, ni la comunidad internacional misma. El Concejo de Seguridad tampoco puede intervenir en los asuntos internos de las naciones, lo que sin embargo ha sido hecho recientemente, tranquilamente, en Irak. Esto es, derrumbar al régimen de Sadam Hussein sin la justificación de una amenaza inmediata, permitiendo el recurso a la autodefensa prevista por la Carta de Naciones Unidas. Es de notar que intervenir para derrocar a un dictador, violador de derechos elementales de su pueblo, va en la misma dirección que juzgar en una corte penal internacional o en una corte de otro país al autor de crímenes contra la humanidad no juzgados en su propio país; en esto hay una convergencia bastante grande y no se admite en la humanidad contemporánea, o no se admite fácilmente, la impunidad o inmunidad característica del sistema de los estados soberanos que fue vigente en los siglos pasados. Al derrocar a Sadam Hussein, los norteamericanos han dicho haber hecho lo que los europeos habrían tenido que hacer con Hitler en el año 1935 para evitar la matanza de la Segunda Guerra Mundial. No me atrevo en este momento a decir que hay que ir en esta dirección, pero sí que hay que reflexionar, en forma nueva, sobre nuestro derecho internacional en algunos de sus rasgos importantes. Y si hubiera que ir en la dirección de una posible actuación contra regímenes y gobiernos inhumanos, el problema esencial está en no permitir que ningún país, aunque fuese grande, pueda hacerse juez y actuar solo, porque esto traería consigo el peligro de volver a una situación de guerra de todos contra todos -casi estamos en esto, que precisamente se quiso superar con los tratados de Westfalia y Viena, y con la Carta de Naciones Unidas después de la horrenda Segunda Guerra Mundial-. Hay que dejar tal competencia, si se admite el derecho internacional, a una verdadera autoridad mundial, con un procedimiento preliminar de tipo judicial; esto necesita jueces. Pero cuando se dice verdadera autoridad mundial, hay que añadir -y con esto vuelvo a lo primeramente expuesto- que muy probablemente no puede haber autoridad mundial que no tenga en cuenta el peso excepcional del centro verdadero del poder que es, actualmente, EE.UU.

Para los decenios próximos hacen falta instituciones del tipo que he esbozado antes, pero que habría que estudiar mucho más con competencia y buena voluntad, contando con el hecho de que aun el poder céntrico no puede no advertir esta misma necesidad, porque los acontecimientos de las últimas semanas lo indican en cierto modo también; de manera que hay que aprovechar todos estos elementos para volver a hablar juntos de lo que se podría hacer. No hay certeza de que lleguemos a reorganizar bien el mundo, pero es la tarea que tenemos que abordar con valentía, dado lo peligroso de la situación actual.
Jean-Yves Calvez, S.J.
Departamento de Ética Pública, Centro Sèvres, París
 

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